lunes, 11 de septiembre de 2017

¡Vaya par de gemelos (caníbales)!

Los programas mañaneros se han convertido en auténticas aves carroñeras de la televisión, investigan en busca de cualquier noticia absurda para convertirla en el evento de la temporada. Hace unas semanas comenzó a aparecer en todos los medios una joven que buscaba a su doble, la cual había visto en una de las fotografías que se habían publicado con motivo de la fiesta de la Tomatina de hace unos años. A parte de ser una excelente radiografía del periodismo que hoy interesa, la noticia explica perfectamente la fascinación que existe hoy en día por los "clones" que tenemos en el mundo. Punto de inflexión en "El amante doble" (François Ozon, 2017), película recién estrenada en las salas españolas traída directamente de la sección oficial de Cannes. Ozon ha elaborado un film atractivo, morboso e inestable, su mayor logro es que en ningún momento del metraje sabemos en qué "tipo de película" estamos. ¿Un thriller erótico-psicológico? El director galo demuestra una vez más su antiadherencia a las etiquetas, jugando con los estandartes de un film clásico —resulta inquietante la presencia de Hitchcock y su "Vértigo" (1958) con doble incluida— para levantar una obra totalmente personal que juega con las infinitas posibilidades de la psique humana. Marine Vacth es el mayor descubrimiento de Ozon, y la protagonista de esta película. Una joven obsesiva acompañada de terribles dolores e incapaz de controlar sus armas de seducción, especialmente cuando visita al psicoterapeuta. Una idea algo retorcida, completamente alejada de la pureza narrativa del anterior film de Ozon, "Frantz" (2016), escandalosa y muy europea, incluso almodovariana en algunos giros de guión de imponente fuerza femenina y en esa vecina de tarta casera e hija atormentada.

Jérémie Renier y Marine Vacth dándole una vuelta a Freud

En "El amante doble" pervive la mirada del gato de "Elle" (Paul Verhoeven, 2016) que también arañó la alfombra roja de Cannes, no tiene la fuerza presencial de Huppert, pero ambos films pertenecen a una misma escuela, la de la provocación y la disección de la mente humana a través del sexo y los gatos. La forma de la película es algo más convencional, llegan a marearme esas escenas llenas de contenido vacuo donde los rostros se superponen o se enfrentan con trucos técnicos más que vistos. Para volver a brillar en su vuelta al clasicismo narrativo, esos giros de guión que juegan con la mente, con lo que la protagonista ha decidido enseñarnos, como el mítico flashback de "Pánico en la escena" (Alfred Hitchcock, 1950), para luego resolverse de una manera tan apresurada como eficaz. Gracias a la siempre bella, elegante y sofisticada Jacqueline Bisset. En esta última parte más cercana al fantástico o al terror —una vez más el cambio de atmósfera de Ozon— es esencial la presencia de Rosemary Woodhouse. La Mia Farrow de "La semilla del diablo" (Roman Polanski, 1968) se convierte en una presencia asfixiante, todos parecen conjurarse en su contra y el bebé que ella cree tener en su interior puede ser su peor enemigo, el causante de todos sus dolores. Entonces uno ve que la presencia del film de Polanski es clave desde el principio, la vecina que creíamos almodovariana es ahora la señora Castevet y el piso —al que se acaban de mudar los protagonistas como pareja— cada vez se asemeja más al edificio Dakota. François Ozon resuelve su modernismo con material clásico y gana, sorprende y nos deja clavados en la butaca durante los créditos. Por cierto, la chica de la Tomatina encontró a su doble, vive en Miami. 

Gemelo de noche, gemelo de día.

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