martes, 31 de mayo de 2016

Los 100 años de Atticus Finch

El pasado mes de abril se hizo el centenario de Gregory Peck, un actor muy querido por un atractivo que le llevó a los grandes productores que proyectaron su sonrisa en las grandes producciones de la época. Por ello no se le considera un auténtico actor de Hitchcock, pese a haber protagonizado dos de sus películas más reconocidas en su primera etapa estadounidense, hubo periodistas que inventaron un romance entre Audrey Hepburn y Peck durante el rodaje de "Vacaciones en Roma" (William Wyler, 1953), porque la pasividad del actor en pantalla comenzaba a asociarse con la Buster Keaton, aunque no tuvo que hacer mucho para librarse de un repentino encasillamiento como actor de western a las órdenes de King Vidor o Henry King. "Moby Dick" (John Huston, 1956)"Horizontes de grandeza" (Wyler, 1958) y "Los cañones de Navarone" (J. Lee Thompson, 1961) le proyectaron como una estrella capaz de dominar cualquier género y que, pese a encontrarse luchando contra una ballena o desenfundando un revólver, siempre daba bien por cámara, la perfecta marioneta de los estudios. Los sesenta fue la década decisiva para el actor, probablemente acosado por un pasado lleno de grandes papeles con poco contenido, buscó una concienciación con la industria y profesión, e incluso estuvo implicado en la caza de Brujas, por su participación en el movimiento "macarthista". Entonces encontró films pequeños con grandes interpretaciones, comenzábamos a ver al gran actor que escondía su elegante mueca tras la lente de la cámara, así llegaron "El cabo del miedo" (J. Lee Thompson, 1962) y "Behold a Pale Horse" (Fred Zinnemann, 1964), un ambicioso proyecto ambientado en la guerra civil española. Entre ellos llegaría el personaje que encumbraría su carrera, el de Atticus Finch en "Matar a un Ruiseñor" (Robert Mulligan, 1962), por el que recibiría el Oscar al Mejor Actor.


Pese a todo, Gregory Peck, nunca fue la estrella favorita de la Academia, y mucho menos tras su implicación en los panfletos comunistas de bañera, mansión y piscina, su interpretación como "abogado de los justos" en un sur retrogrado invadido por las supersticiones llevaba la firma de la estatuilla, y les fue imposible negársela. El retrato que Harper Lee había logrado con total frialdad y detalle en su novela, iba más allá de una condena racista, como su colega, Truman Capote, disecciona un lugar, una gente y un mundo, muy lejano a la Nueva York, donde triunfaban sus relatos. "Matar a un Ruiseñor" es un proyecto bien planteado, sobre una base más que clara, se plantea un objetivo brillante que aflora en cada detalle, en el cuidado de cada objeto que aparece en el hueco del árbol, una crítica que se ahoga en sí misma y a la que Peck logró dar un rostro, alma, vida y exposición. Desde entonces se convirtió en un "actor honorífico", con pequeños y trabajados papeles en películas pretenciosas, que desde luego son de un gran valor cinematográfico, pero se alejan del sentido humano que Peck logró dar a sus antiguos personajes. Así pues nacen "La Profecía" (Richard Donner, 1976) "Los niños del Brasil" (Franklin J. Schaffner, 1978), y por supuesto su recordado cameo en "El cabo del miedo" (Martin Scorsese, 1991), un actor de gran efectividad que después de haber trabajado con grandes de la talla de Hitchcock, Wyler, Tourneur, Frankenheimer, Donen, Minnelli o Kazan, vivió siempre una acomodada relación con dos colaboradores que levantaron y encumbraron su carrera: Henry King y J. Lee Thompson. En mi sincera opinión este centenario no puede darse por clausurado sin recordar mi película favorita de Gregory Peck, "El millonario" (Ronald Neame, 1954), una astuta comedia ligera basada en el cuento de Mark Twain sobre la necesidad y la posibilidad, aprovechadas por un astuto pícaro, interpretado aquí por un Peck sensacional, expresivo, cómico y genial.

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